Literatura

LAZARO de Leonidas Andreyev

LAZARO de Leonidas Andreiev

Fragmento

IV

Por entonces vivía en roma un célebre escultor. Con barro, con mármol y con bronce había creado cuerpos de dioses y de hombres, infundiéndoles tan divina belleza que todos la reputaban por inmortal. Sin embargo, el escultor estaba descontento de sus obras y afirmaba que algo mas había, realmente bellísimo, que el no podía plasmar ni en mármol ni en bronce.

-No he recogido aun el resplandor de la luna –decía- ni me he embriagado aun con la luz del sol, y no tiene alma mi mármol ni mi hermoso bronce tiene vida.

Y cuando, en las noches de luna, vagaba lentamente por el camino, envuelto en su blanca toga, pisando las negras sombras de los cipreses, los que se cruzaban con el reían amistosamente y decían:

-¿Vas a recoger la luz de la luna, Aurelio?

¿Por qué no llevas una cesta?

El señalaba sus ojos,  riendo también:

-Éstas son las cestas donde recojo la luz de la luna y el fulgor del sol.

Y era verdad: brillaba la luna en sus ojos y el sol resplandecía en ellos; pero no podía trasladarlos al mármol, y ese era el luminoso tormento de su vida.

Descendía de antiguo linaje patricio, tenía esposa buena y varios hijos y no carecía de nada.

Cuando llego hasta sus oídos el vago rumor acerca de Lázaro, consulto con su mujer y sus amigos y emprendió la larga jornada hacia Judea para ver al hombre milagrosamente resucitado. Por aquellos días andaba algo aburrido y con el viaje esperaba reanimar su atención un poco fatigada. No le asustaba lo que le habían contado de Lázaro: había meditado mucho sobre la muerte, y no le agradaba, pero tampoco le agradaban los que la confundían con la vida. «A ese lado, la vida, tan bella; al otro lado, la muerte misteriosa», reflexionaba, «y el hombre no puede idear nada mejor que, mientras vive, gozar de la vida y de la belleza de lo creado.»

Alimentaba incluso cierto ambicioso deseo: persuadir a Lázaro de la validez de su opinión y volver su alma a la vida como había sido devuelto su cuerpo. El empeño le parecía tanto más fácil por cuanto los rumores sobre el resucitado, medrosos y extraños, no repetían toda la verdad acerca de él, y solo prevenían vagamente contra algo aterrador.

Lázaro estaba a punto de levantarse de la piedra y seguir al sol que declinaba en el desierto, cuando se le acercó el rico romano, a quien escoltaba un esclavo armado, y le interpelo con voz sonora:

-¡Lázaro!

Entonces vio Lázaro el hermoso y altivo rostro iluminado por la gloria, las esplendidas vestiduras, las piedras preciosas centelleando al sol. Los rayos rojizos prestaban a la cabeza y al rostro el brillo mate del bronce; Lázaro lo advirtió también. Quedo dócilmente sentado en su sitio y agacho los ojos, agobiado.

-La verdad es que eres feo, mi pobre Lázaro- dijo con calma el romano jugueteando con su cadena de oro-; eres incluso espantoso, mi pobre amigo. La muerte no anduvo perezosa el día en que caíste imprudentemente en sus manos. Pero estás gordo como un tonel y los hombres gordos no son malvados, decía el gran César, y yo no atino porque te tiene tanto miedo la gente. ¿Puedo quedarme en tu casa esta noche? Es tarde ya, y no tengo alberge.

Nadie le había pedido todavía a Lázaro  que le hospedara una noche.

-No tengo lecho que ofrecerte –contestó.

-Yo soy un poco guerrero, con que puedo dormir sentado –objetó el romano-.encenderemos lumbre…

-No tengo lumbre.

-Entonces, charlaremos en la oscuridad como dos amigos. Supongo que tendrás un poco de vino.

-No tengo vino.

El romano rió:

-Ahora comprendo por qué estas tan huraño y no te gusta tu segunda vida. ¡No tienes vino! Bueno, pues nos pasaremos sin él, Hay discursos que se suben a la cabeza tanto como el falerno.

Despidió al esclavo con un gesto y se quedaron solos. El escultor volvió a hablar, pero se hubiera dicho que con el sol declinante escapaba la vida de sus palabras, que se tornaban pálidas y hueras, parecían vacilar sobre piernas inseguras, hasta resbalar y caer, ebrias de un vino de pesares y desesperanza. Entre ellas quedaban negros intervalos como remotas alusiones al gran vació y a la gran tiniebla.

-Ahora soy tu huésped y no me ofenderás, Lázaro -dijo-. La hospitalidad es un deber incluso para quien permaneció tres días muerto. Porque me han dicho que tú permaneciste tres días en el sepulcro. Haría mucho frió… y allí tomarías esa mala costumbre de prescindir del fuego y del vino. Pues a mi me gusta el fuego; aquí oscurece tan pronto…

Tienes unas líneas muy interesantes de la frente y de las cejas: se diría las ruinas de algunos palacios cubiertas de cenizas después de un terremoto. Pero, ¿Por qué llevas ropas tan feas y extrañas? He visto a desposados en tu país y se ponen una indumentaria parecida, tan ridícula, tan horrible… Dime, ¿eres tú acaso un desposado?

El sol se ha puesto ya, una sombra gigantesca acudió desde oriente como si unos enormes pies descalzos hicieran crujir la arena, y el soplo de una rauda carrera bañó de frió sus espaldas.

-En la oscuridad pareces aun mas voluminoso, Lázaro, igual que si hubieras engordado en unos minutos. ¿Te alimentas acaso de las tinieblas? Pues a mi me gustaría que hubiera fuego, aunque fuese pequeño, si, aunque fuese un fuego pequeño. Y siento un  poco de frió. Tienen aquí unas noches tan bárbaramente frías… Si no estuviera tan oscuro, yo diría que me estas mirando, Lázaro. Si, me parece que me miras… Porque estas mirándome, lo noto. Y ahora te estas sonriendo.

Había llegado la noche, y el aire se saturo de densa oscuridad.

-¡Que gusto cuando vuelva a salir el sol mañana!… Ya sabrás que soy un gran escultor: así dicen mis amigos. Soy un creador; si, lo que hago se llama crear, pero se precisa la luz del día para eso. Doy vida al mármol frió y fundo el bronce sonoro sobre el fuego vivo, sobre el fuego ardiente… ¿Por qué me tiendes la mano?

-Vamos –dijo Lázaro-. Eres mi huésped.

Y entraron en la casa. Y la larga noche se extendió sobre la tierra.

Como tardaba en regresar su señor, el esclavo fue en su busca cuando el sol estaba ya alto. Y bajo los rayos ardientes los vio sentados a los dos, a Lázaro y a su señor, el uno junto al otro; miraban hacia lo alto y callaban. El esclavo rompió a llorar y grito con voz recia:

-¡Señor! ¿Qué te ocurre? ¡Señor!

Aquel mismo día emprendió Aurelio el regreso a Roma. Durante el viaje entero estuvo ensimismado y taciturno, observándolo atentamente todo –la gente, el barco y el mar-, como si se esforzara por grabar algo en su mente. En el mar les sorprendió una fuerte tempestad, y todo el tiempo que duró permaneció el escultor sobre cubierta mirando ávidamente las olas que se encrespaban y se venían abajo. En casa, sus familiares se asustaron al ver el terrible cambio operado en él, pero el los tranquilizó diciendo significativamente:

-Lo he encontrado.

Y se puso al trabajo, con las vestiduras sucias que no se había cambiado en todo el viaje, y el mármol resonó dócilmente bajo los golpes sordos del martillo. Trabajo larga y ávidamente, sin dejar que entrara nadie, hasta que finalmente anuncio una mañana que la obra estaba lista y mando llamar a los amigos, rigurosos apreciadores y entendidos en arte. Mientras los esperaba, se vistió con magnificas ropas de fiesta, amarillas del oro y rojas de la púrpura.

-Esto es lo que he creado –dijo meditabundo.

Sus amigos contemplaron la obra, y una sombra de profunda tristeza velo sus rostros.

Era algo monstruoso, carente de cualquiera de las formas habituales al ojo humano, aunque no dejaba de dar la ilusión de una imagen nueva, ignota. Sobre una pequeña rama retorcida –o su remedo monstruoso- se asentaba, también de manera retorcida y extraña, una mole ciclópea, informe, atormentada, de un algo vuelto hacia dentro, de un algo vuelto hacia fuera, de feroces aristas que en vano intentaban huir de si mismas. Y, por casualidad, debajo de uno de esos salientes que clamaban de modo feroz descubrieron una mariposa primorosamente cincelada cuyas alas traslucidas parecían estremecidas en un impotente anhelo de volar.

-¿Qué significa esa divina mariposa, Aurelio? –pregunto alguien indeciso.

-No lo sé –contesto el escultor.

Sin embargo era preciso decir la verdad. Y uno de los amigos, el que mayor afecto profesaba a Aurelio, afirmo rotundamente:

-¡Esto es horrible, mi pobre Aurelio! Hay que destruirlo. Dame el martillo.

Y, de dos martillazos, desbarato la monstruosa mole, dejando tan solo la mariposa primorosamente esculpida.

Desde entonces, Aurelio no creo ya nada más. Contemplaba con profunda indiferencia el mármol y el bronce, así como todas sus divinas creaciones anteriores, plasmación de la belleza inmortal. Con la esperanza de devolverle su antiguo ardor por el trabajo y despertar su ánimo apagado, le llevaban a ver hermosas obras de otros artistas; pero él permanecía igual de indiferente, y la sonrisa no entibiaba su boca prieta. Y solo cuando le hablaban mucho y largamente de la belleza, objetaba con voz cansina y lánguida:

-Pero si todo eso es mentira…

Durante el día, cuando alumbraba el sol, salía a su hermoso jardín, trazado con gran arte, buscaba un lugar donde no hubiera sombra y allí exponía a la luz y al calor su cabeza destocada y sus ojos opacos. Revoloteaban las mariposas blancas y rojas, el agua que brotaba de la boca torcida de un sátiro voluptuosamente ebrio caía chapoteando en el pilón de mármol, y Aurelio permanecía sentado, inmóvil, pálido reflejo del que, allá en la lejanía, estaba sentado, igualmente inmóvil, a la misma puerta del desierto pedregoso, bajo el sol de fuego.

 

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